CONDUCTA AGRESIVA EN NIÑOS Y ADOLESCENTES. 1ª PARTE

4 de noviembre de 2013

1.- VIOLENCIA INFANTIL; AGRESIVIDAD-VIOLENCIA Y TRANSIGENCIA

Aprender a comunicarse:

Responder de manera agresiva a alguien cuando afectuosamente se le pide algo; dar un puñetazo a un compañero de clase de forma impulsiva sin pensar en las consecuencias o a pesar de pensar en ellas, reírse de alguien con un defecto físico, insultar a otro,… todos son comportamientos inadaptados a la situación.

Desde todas las orientaciones del ramo de la Psicología se nos ha enseñado cuáles son las causas de la violencia y de la agresividad; la sociología ha aportado a estos conocimientos los complementos indispensables para comprender mejor este fenómeno. Es decir, la agresividad es un reflejo de que algo va mal, cuando aparece de forma inadecuada significa que la persona no ha aprendido a hacerlo de otra diferente y existe una necesidad de descargar en el otro que tenemos delante la rabia por algo que nos molesta, ya sea de un suceso externo a nosotros que nos es difícil de controlar o tiene que ver con un problema interno, inherente a esa persona en particular que lo hace saltar continuamente cuando siente que es molestado. Si añadimos que nos toca vivir en una sociedad que tolera la violencia a través de los medios de comunicación sin dar una explicación coherente a tales comportamientos, ya sea educando hacia la tolerancia y la comunicación antes de llegar a la agresión o bien enseñando desde casa o la escuela.

Pero aunque podamos entender todo ello también es cierto que la vida en sociedad nos exige que transijamos con los demás. Para que la convivencia siga siendo tolerable, y por qué no, para que pueda llegar a hacerse cada vez más agradable, todos debemos conducirnos de manera cortés.

2.- APRENDER A MIRAR AL OTRO

Nada, a no ser una enfermedad mental, puede ser excusa para un comportamiento agresivo y bárbaro. Sin embargo, con frecuencia -y con demasiada frecuencia- todos nos dejamos arrastrar a él: está el estrés de la vida moderna, las preocupaciones cotidianas, los niños,… Éstos observan a sus padres y su comportamiento, y comprueban que por la noche son agresivos, están impacientes con ellos, no soportan nada.

Antes de empezar la educación en la armonía -y para evitar que los hijos se nos conviertan en «niños difíciles»- o de reparar los daños ya cometidos, es necesario que nosotros, los padres, volvamos a aprender a ser corteses.

Y este aprendizaje comienza por un lenguaje de tono agradable, sin animosidad ni nerviosismo, cuando nos dirigimos a nuestra pareja o a nuestros hijos. Es difícil cambiar de tono. Ya sé que se pueden tener resentimientos con la mujer (o el marido); que los hijos no han estado brillantes en la escuela y lo que quisieras es abofetearlos por ser tan tontos. Antes de pasar al acto, míralos bien a la cara. Contémplalos. Aprende a verlos con otros ojos. Tu propia agresividad va a disminuir, y con ella la de toda la familia. El simple hecho de poder mirar simplemente a alguien, sin agresión, ya apacigua. Entonces sí puedes confrontarlo: te angustiará menos, movilizará en grado menor tu hostilidad. Y pronto podrás tenderle la mano y abrazarlo.

Enseñad a vuestros hijos a mirar a los demás, a mirarlos de verdad; no a rehuirlos con la mirada. A sentirse «bien» frente a ellos, sin incomodidad ni tensión.

Una madre joven que conozco se vale de un método muy eficaz para restablecer la buena armonía entre sus 2 hijos, niños de 8 y 10 años, que se pelean continuamente: les hace sentar a cada uno en una silla, uno frente al otro. Al principio, le costó imponer esa disciplina. Los niños se negaban a quedarse tranquilos, se levantaban, la increpaban, pero ella se mantuvo firme. En los primeros tiempos, los niños apenas si se miraban unos minutos y después volvían a levantarse, un poco menos agresivos, sí, pero sin haberse liberado totalmente de su resentimiento mutuo. Después, poco a poco, gracias a la obstinación de la madre -que les había asegurado que cada vez que se pelearan tendrían que pasar, obligatoriamente, algunos momentos mirándose-, el método empezó a dar resultados positivos. Los niños venían por sí solos a sentarse cada uno en su silla cuando la atmósfera entre los 2 se ponía demasiado cargada. Este método les ayudó a comprender que, la mayor parte de las veces, estaban peleándose por nada y que, en resumidas cuentas, se tenían afecto. ¿No es esto mejor que unas palmadas? Pero aunque se necesite más paciencia y los resultados tardan un poco en hacerse ver, son más positivos. Porque si unas palmadas dan la impresión de calmar a los protagonistas -y a la madre-, refuerzan al mismo tiempo la agresividad y la hostilidad, tanto hacia el otro niño («por culpa de él me han pegado») como hacia la madre «mala». Y, en un segundo tiempo, culpabilizan también a la madre (o el padre).

3.- APRENDER A HABLAR

La base de una educación positiva y dinámica depende de que se establezca una buena comunicación con el niño; las tensiones disminuirán, y siempre será más fácil suavizarlas; la libre expresión entre padres e hijos, sin miedo y sin restricciones, tendrá por fruto niños más tranquilos, más equilibrados y menos agresivos.

El aprendizaje de una buena comunicación con el niño se inicia en la cuna. Desde que el pequeño nace debemos hablarle, presentarle a los miembros de la familia, decirle el nombre de cada uno. Incluso si eso os parece inútil «porque no entiende», los sonidos van a grabarse en su cerebro, tanto más cuanto más repetidos sean, voluntariamente, durante la vida del lactante. Muy pronto sabrá que él se llama «Daniel» como sabe también quiénes son «mamá» y «papá»; mucho antes de poder repetir las palabras, el bebé sabe su nombre. Se le permite así establecer los primeros vínculos con el mundo social. Si llora porque está angustiado y solo (después de haber comprobado que no tiene hambre), habladle con ternura (siempre habrá algo para contarle, de la familia, del mundo que le rodea), mientras lo mecéis y lo acariciáis.

Los más pequeños tienen necesidad de comunicación con el mundo exterior para crecer armónicamente. Hay que hablarles para tranquilizarles, decirles que no están solos y abandonados. La palabra que se le brinda con afecto estimula afectiva e intelectualmente al bebé. Pero hay que evitar con mucho cuidado hablarle en «lenguaje infantil»; esas jerigonzas sólo sirven para crear confusión en su joven inteligencia. Para que más adelante pueda adquirir pronto y bien el uso de la palabra, el niño debe oír, una y otra vez, palabras y expresiones justas, frases bien construidas.

Cuando comienza a gatear o da los primeros pasos y quiere explorar su medio, rodearlo de prohibiciones con el pretexto de su propia seguridad o de la integridad de los adornos y objetos de arte resulta nocivo para la buena comunicación que los padres hayan podido establecer con el pequeño. Conviene, pues, empezar por hacer que el apartamento sea habitable para un niño de uno o dos años (suprimir todo lo que sea peligroso y guardar objetos de valor). Pero privarlo de toda posibilidad de experiencia del peligro no es tampoco una buena solución. Es necesario enseñarle a discernir lo que puede y lo que no puede hacer. Si vuestras relaciones con él se dan en un clima de confianza, no le sucederá nada, ni se empeñará en hacer «tonterías».

«Emisor» y «Receptor»:

La lingüística nos enseña que la comunicación es un «fluir» entre 2 personas, una de las cuales es el «emisor» y la otra el «receptor». Ambos deben estar de acuerdo, uno para enviar un mensaje, el otro para recibirlo. Pero esto que parece muy sencillo no lo es tanto; si no, no habría discusiones, ni riñas, ni guerras.

Para que la comunicación pueda efectuarse de manera positiva es menester que entre los dos que intervienen en ella haya cierta afinidad, que exista una simpatía recíproca. No sentimos ningún deseo de hablar con alguien que nos resulta antipático.

Para entenderse es necesario, además, hablar el mismo lenguaje. Y sin embargo, hay ocasiones en que dos personas que hablan idéntica lengua no se entienden. Para ellas, las palabras no tienen rigurosamente el mismo significado; una de ellas emplea los términos en sentido que la segunda persona desconoce. Dentro de un mismo país, las diferencias culturales llevan consigo la incomprensión entre los diferentes grupos que lo componen. Y entre dos personas se dan situaciones idénticas.

También ayuda el hecho de ver de la misma manera la realidad de las cosas. Nuestra civilización nos ha dado un determinado punto de vista sobre la existencia; por eso se nos hace con frecuencia difícil llegar a comprender «realmente» ciertas actitudes de otras culturas. Ejemplo de ello son los enfrentamientos entre diferentes comunidades religiosas o étnicas: el punto de vista de un musulmán sobre la mujer nos parece inaceptable, de la misma manera que a él le parece intolerable que su esposa pueda vivir como una mujer occidental.

Recepción y acuse de recibo:

Cuando el flujo de la comunicación llega al receptor, éste debe hacer comprender al emisor que ha recibido bien su mensaje. En ocasiones enviamos cartas con «acuse de recibo» para asegurarnos de que han llegado a destino. Lo mismo sucede en una conversación «civilizada». Si cuando vuestro hijo os cuenta lo que le ha sucedido durante su jornada escolar no le respondéis, ya sea porque estáis demasiado ocupados, porque su parloteo os da sueño o por lo que fuera, no estáis «acusando recibo» de su mensaje, y el niño habla en el vacío. Es posible que repita el mensaje hasta conseguir que le prestéis atención, pero también que deje de intentar que os intereséis por lo que dice, y entonces ya no os contará nada más de su vida.

No indicar a nuestro interlocutor, a veces con un simple movimiento de cabeza, que le hemos oído, equivale para ellos a ignorarlo: esa persona no existe.

Después de haber hecho saber a tu interlocutor -tu hijo- que le has entendido, es el momento de enviarle una respuesta; menos que la frase anterior haya sido una de las que señalan el fin de la conversación. Y lo que has de responderle debe, necesariamente, referirse al mismo tema. Así, si el niño te ha dicho que se peleó con un compañero, no le contestarás: -Ah, así que te comiste una manzana.

Algunas personas cultivan, la mayoría de las veces inconscientemente, el arte de cambiar de conversación. O son capaces de seguir un razonamiento coherente y lógico, o se aburren y fastidian. Conversar con alguien así, que cambia de tema constantemente, es como hacer un recorrido obstaculizado por una especie de laberinto, al final uno ya no sabe dónde está, se pierde el hilo (tampoco lo sabe nuestro interlocutor, pero eso no le preocupa).

Este tipo de conversación lleva a la confusión. No podrás, luego, exigir a tu hijo que redacte correctamente; habituado a andar por caminos tortuosos, jamás podrá llevar a buen término un trabajo de reflexión.

Comunicar mejor es comprender mejor:

Cuando desde muy pequeño un niño ha estado habituado a hablar libremente con sus padres, y éstos han prestado atención a sus mensajes, no hay razón alguna para que esta actitud se interrumpa un día, ni siquiera en la época difícil de la adolescencia. Sin reservas ni falsas vergüenzas, el joven vendrá a hablar de sus problemas con la madre o con  el padre. Así, todas las frustraciones y las tensiones generadoras de ansiedad y angustia se resuelven por sí solas, sin necesidad de la intervención de un psicólogo, en muchos casos.

Valerse de la conversación «civilizada», que respeta al otro, es el mejor disolvente de la agresividad y de la violencia. A nadie le apetece jamás pelearse con alguien con quien «se entiende». Pero algunas veces o, para decirlo sinceramente, muy a menudo, las conversaciones son difíciles. Cada uno debe hacer un esfuerzo para entender al otro. No os retraséis en empezar…sobre todo, cuando el otro es vuestro hijo.

Decir la verdad:

El establecimiento de una buena comunicación se apoya en la confianza, y la base de  la confianza es la verdad. Es necesario que, a cada instante, el niño pueda creer en lo que le dicen los padres, que pueda estar seguro de que no le engañan. Cuando uno comienza a darse cuenta de que alguien le está «contando cuentos», en una palabra, de que el otro le miente, pierde la confianza en él. Se siente engañado y siente hostilidad hacia él. Es muy posible que desee vengarse.

Al no decir la verdad a los niños se siembra desconcierto y confusión, que a su vez son generadores de angustia. Uno de los ejemplos más extendidos es la cuestión sexual; ya hace mucho tiempo que no les contamos a los hijos que a los niños los trae la cigüeña, pero lo que nos inventamos tienen unos efectos grotescos: la «semillita» ha sido motivo de perturbación para muchos niños; como intentar introducir granos de trigo en la vagina de una niña de la misma edad. Lo «correcto» sería dar a los niños desde muy pequeños, una educación que sea (dentro de su nivel de comprensión) lo más natural y completa posible.

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